martes, 30 de julio de 2013

                               
                                      DESECHABLES




Cuando encontré aquella máquina en el desván no me imaginé que yo iba a terminar así y en un lugar como este.
Era una Olivetti, un mamotreto cuyas teclas tan duras tentaban más a darle con un martillo que con los dedos.
Perteneció a mi hermano, que falleció muy joven, por ese motivo y porque yo la había utilizado cuando fui su secretaria, no podía tirarla. Era una máquina del tiempo y de los recuerdos y fue endureciéndose como el dolor en mi corazón; ella ya no escribía y yo con el paso de los años fui dejando en paz a mis muertos. Por eso entendí que había llegado la hora de desprenderme de ella y la puse en subasta por Internet.
No por el dinero sino porque no la podía tirar.
La vendí, por un simbólico peso, a un abuelo que la adquirió “para que sus nietos conocieran máquinas del pasado”.
Ahora me visitan muy de vez en cuando los míos y me miran con la misma extrañeza con que mirarían un vetusto aparato de aquellos años.