DESECHABLES
Cuando encontré aquella máquina
en el desván no me imaginé que yo iba a terminar así y en un lugar
como este.
Era una Olivetti, un mamotreto
cuyas teclas tan duras tentaban más a darle con un martillo que con
los dedos.
Perteneció a mi hermano, que
falleció muy joven, por ese motivo y porque yo la había utilizado
cuando fui su secretaria, no podía tirarla. Era una máquina del
tiempo y de los recuerdos y fue endureciéndose como el dolor en mi
corazón; ella ya no escribía y yo con el paso de los años fui
dejando en paz a mis muertos. Por eso entendí que había llegado la
hora de desprenderme de ella y la puse en subasta por Internet.
No por el dinero sino porque no la
podía tirar.
La vendí, por un simbólico peso,
a un abuelo que la adquirió “para que sus nietos conocieran
máquinas del pasado”.
Ahora me visitan muy de vez en
cuando los míos y me miran con la misma extrañeza con que mirarían
un vetusto aparato de aquellos años.